- Es difícil determinar si el copago únicamente eliminaría la demanda excedente o por el contrario afectaría la demanda básica de servicios de salud, repercutiendo negativamente en la salud de los consumidores de menores rentas
- Lo más sensato no es el copago sino priorizar el gasto en aquellas prestaciones con mejor coste-beneficio, coste-efectividad y coste-utilidad
En plena época de recesión económica y de recortes sociales, con un déficit creciendo y próximo a los 15.000 millones de euros, con una deuda del Sistema Nacional de Salud (SNS) de más de 8.000 millones de euros, y un paro que duplica la media europea con más de cuatro millones de parados, el fantasma del copago planea de nuevo sobre nuestras cabezas.
Desde Julio de 1991, cuando se publicó el Informe Abril, que incluía el copago como medida de cofinanciación y de efecto disuasorio para los usuarios entre las recomendaciones que se exponían para “un futuro sostenible de nuestro sistema sanitario”, la necesidad del mismo se ha venido proclamando repetidamente, en forma de “globo sonda”, en nuestra sociedad.
El copago, existente ya en España, aunque reducido a las aportaciones por prestación farmacéutica de los no pensionistas y al céntimo sanitario de algunas CCAA, impuesto a la venta de hidrocarburos para costear los servicios de salud, no es otra cosa que la participación directa del ciudadano en el coste de los servicios sanitarios en el momento de utilizarlos, con el objetivo de contener su uso y conseguir financiación adicional.
Al estudiar los sistemas sanitarios de un país estamos analizando los valores de la sociedad con respecto a la salud: sus modelos de financiación y de asignación de recursos, la cartera de servicios y el grado de protección deseado, su legislación, su organización administrativa y su modelo de gestión para garantizar una prestación eficaz, efectiva, eficiente y de calidad.