2.1. EL CONCEPTO ECONÓMICO DE COSTE: EL COSTE DE OPORTUNIDAD
Para poder llevar a cabo cualquier evaluación económica es preciso abordar de manera sistemática la identificación, medición y valoración de los costes que van a ser tenidos en cuenta en su ejecución. Vaya por delante que, desde un punto de vista económico, el concepto de coste relevante es el de coste de oportunidad, expresión que hace referencia al hecho de que, al decidir realizar una determinada acción entre una serie de posibles alternativas, incurrimos en el coste de renunciar al resto de opciones igualmente viables.
Los recursos con los que se cuenta en cualquier escenario o situación no son ilimitados, y, por tanto, no todas las alternativas se van a poder poner en práctica. En consecuencia, resulta necesario elegir y, con ello, renunciar a los beneficios que se derivarían del hecho de haber llevado a cabo otras acciones. Así, aunque en ocasiones no resulte evidente, siempre que realizamos una elección estamos incurriendo en un coste, y es a este coste al que nos referimos como coste de oportunidad. Dicho de otro modo, todo uso de recursos (una cama de hospital, una hora de quirófano, el tiempo de un paciente) supone un sacrificio consistente en la renuncia a emplear tales recursos en usos alternativos; este sacrificio ha de ser tenido en cuenta a la hora de realizar un estudio de evaluación económica.
La forma en que se valora el coste de oportunidad en economía es simple de describir aunque compleja de llevar a término. El coste de oportunidad de una decisión es el valor económico de la mejor de las opciones a la que se renuncia al elegir tal curso de acción. Esto es, cuando el gerente de un hospital decide utilizar una cierta cantidad de recursos disponibles para la adquisición de un nuevo aparato de diagnóstico por imagen, el coste económico (de oportunidad) de tal decisión será la siguiente opción en la lista de prioridades que queda pendiente de realizar; por ejemplo, la ampliación de las horas de trabajo contratadas con la empresa encargada del servicio de limpieza.
La teoría económica nos dice que, bajo determinadas condiciones, los precios de mercado son un buen indicador del coste de oportunidad de los recursos, de manera que, siempre que exista un mercado, se aceptará en general el precio como coste de oportunidad. No obstante, en determinadas circunstancias, los precios pueden no reflejar adecuadamente los costes de oportunidad. Por ejemplo, imaginemos que se pone en funcionamiento un centro de atención sanitaria básica en una zona poco poblada de un país en vías de desarrollo. Para garantizar unas condiciones mínimas de higiene, se desvía el cauce de un arroyo cercano a fin de disponer de agua limpia con la que asear a los pacientes y lavar el instrumental y la lencería. El uso de esta agua no tiene más costes financieros que los que suponga el encauzamiento del arroyo, sin embargo, en el caso de que con anterioridad a la construcción del centro médico el agua hubiese sido utilizada para regar pequeñas explotaciones agrarias o para abrevar al ganado, el coste económico (i.e., el coste de oportunidad) del uso del recurso sería el valor de la producción agrícola que se pierde o de las cabezas de ganado que mueren por falta de agua. Tal vez pueda parecer este un ejemplo algo rebuscado, pero no es descabellado imaginar situaciones en las que los recursos que se utilizan «valen más de lo que cuestan».
Análogamente, podemos encontrar situaciones en las que el precio (el coste monetario) de un recurso es mayor que su coste de oportunidad. Por ejemplo, cuando un determinado programa conlleva la contratación de personal, el método usual de valorar el uso de tales recursos consiste en computar el salario pagado a los trabajadores contratados. Sin embargo, si los trabajadores se encontraban previamente en situación de desempleo, podríamos convenir en que el coste de oportunidad derivado de su contratación no estaría bien reflejado en los costes salariales (sería, con total seguridad, menor que el precio pagado por el trabajo), puesto que no existe renuncia a un uso alternativo de tales recursos.
En la evaluación económica de programas sanitarios nos encontramos con frecuencia con la circunstancia de que algunos costes y beneficios relevantes no tienen mercado, es decir, no disponemos de un precio para poder valorarlos. En tales supuestos, se habrán de realizar imputaciones de acuerdo con la lógica económica. Supongamos, por ejemplo, que se están valorando dos tratamientos posibles para un determinado problema de salud. Estos dos tratamientos se diferencian, entre otros aspectos, en que uno de ellos implica una semana adicional de incapacidad para trabajar. Para valorar el coste que supone que el paciente permanezca una semana sin poder trabajar, podemos acudir, según la lógica del coste de oportunidad, a la estimación de la producción perdida como consecuencia de la inactividad del individuo. El valor de esta pérdida, bajo ciertas hipótesis, se podría aproximar por el importe de los salarios que el paciente deja de percibir («enfoque del capital humano»), dato que en última instancia podemos obtener de las encuestas de salarios.
Dentro del proceso de estimación y cálculo de los costes existen tres etapas claramente diferenciadas: la identificación de los costes, la medición de los costes y la valoración monetaria de los mismos. En el siguiente epígrafe se aborda la primera de estas fases, en tanto que las otras dos se tratan en el apartado 2.3.
2.2. IDENTIFICACIÓN DE LOS COSTES: TIPOS DE COSTE
En la literatura sobre evaluación económica podemos encontrar diferentes tipologías de los costes, que resultan de aplicar criterios diversos de clasificación. En ocasiones, los costes se clasifican según su naturaleza en costes sanitarios y costes no sanitarios (Johnston et al., 1998). Dentro de los costes sanitarios se incluirían, en primer lugar, los directamente relacionados con la intervención, esto es, el valor de todos los bienes, servicios y recursos, en general, consumidos en el curso de la provisión de la tecnología o el tratamiento de los efectos secundarios (pruebas, medicamentos, material, personal, instalaciones). También forman parte de los costes sanitarios los denominados costes futuros, entendiendo por tales los asociados al consumo de recursos durante los años de vida que se ganan con la intervención. En relación con estos costes diferidos, existe consenso acerca de la necesidad de incluir aquellos íntimamente asociados con la tecnología evaluada (por ejemplo, la medicación contra la trombosis tras una intervención en cardiología), así como aquellos vinculados a problemas de salud futuros relacionados con la tecnología (por ejemplo, en caso de evaluar las terapias antirretrovirales para el VIH, los costes del tratamiento del SIDA en individuos cuya esperanza de vida aumenta gracias al tratamiento). Por el contrario, se conviene en la inoportunidad de incluir otros costes sanitarios futuros no relacionados con la intervención, así como los costes futuros no sanitarios.
Por lo que respecta a los costes no sanitarios, esta categoría recoge los costes en los que incurre el paciente para recibir el tratamiento, tengan carácter monetario (gastos de transporte, cuidado de personas dependientes del paciente, gastos de remodelación del hogar o de seguimiento de dietas especiales, etc.), o no lo tengan (el coste del tiempo que el paciente invierte en desplazamientos, esperas y seguimiento del programa). Asimismo, se incluye dentro de los costes no sanitarios los que sufragan otras entidades públicas, como los servicios sociales, o los que soportan los cuidadores informales (familiares, vecinos).
Finalmente, es preciso distinguir una categoría particular de costes dentro de los no sanitarios: los costes de productividad. Estos costes reciben a menudo la denominación de «costes indirectos» (los restantes, por exclusión, serían «costes directos»), y se originan en la pérdida o limitación de la capacidad para trabajar que conlleva un determinado problema de salud, el seguimiento de un tratamiento sanitario o, en última instancia, la muerte del paciente. Se suele distinguir entre costes de morbilidad (pérdida o reducción de la capacidad para trabajar o disfrutar del ocio de un paciente ingresado en un hospital, convaleciente en su domicilio, etc.) y costes de mortalidad (producción perdida a causa de la muerte de un individuo). Metodológicamente caben varias alternativas para medir y valorar estos costes de productividad. Así, el U.S. Panel (Gold et al., 1996) considera que estos costes han de ser incluidos en la medida de los resultados, junto con la valoración de los costes en tiempo que soportan los pacientes (de hecho, una medida comprehensiva del resultado como los AVAC, debería incorporar estos costes). De no ser así, la valoración de los costes indirectos exige optar entre el «método del capital humano», que imputa como coste de productividad el salario perdido por el paciente (recurriendo a datos de salarios medios por sexo y edad en función del programa de que se trate), y el «método de los costes friccionales» (Koopmanschap et al., 1995), que valora la pérdida que supone la incapacidad por el coste que supondría reemplazar al trabajador (en un contexto en el que exista una elevada tasa de desempleo, este método imputaría un coste menor que el método del capital humano, pues sólo incluiría los costes de transacción y los de formación, en su caso, del nuevo trabajador).
Un criterio de clasificación alternativo al expuesto es el de Drummond et al., (2005), que ordena los costes en función de qué agente los soporta. Así, los costes enumerados anteriormente se agruparían en costes para el sector sanitario (básicamente los que antes se identificaron como costes sanitarios), costes para el paciente y su familia (la mayor parte de los costes no sanitarios: transporte, tiempo, etc.), y costes para otros sectores (los costes no sanitarios soportados por otras entidades públicas o por la sociedad en su conjunto, como es el caso de los costes de productividad). Este modo alternativo de clasificar los costes permite hacer referencia a un aspecto crítico en los ejercicios de evaluación económica, como es la perspectiva del análisis. En teoría, si los resultados de la evaluación han de servir para tomar decisiones sobre asignación de recursos, la perspectiva adecuada sería la más amplia posible, esto es, la perspectiva social. Ello implicaría la necesidad de incluir todos los costes a los que se ha hecho mención, sea cual fuere la persona o institución sobre la que éstos recayeran. No obstante, es posible recurrir a perspectivas de análisis más restringidas, en función del uso que se pretenda hacer de los resultados del análisis, de tal suerte que la medición y valoración de los costes se limite a los soportados por un centro hospitalario, por el servicio público de salud (i.e., el financiador) o por sector público en su conjunto. En tales casos, los costes que recaen sobre otros agentes (por ejemplo, sobre el paciente o su entorno) no se computarían, si bien resultaría necesario dejar constancia de tal omisión y justificarla adecuadamente. Téngase en cuenta que determinadas intervenciones pueden resultar coste-efectivas desde una perspectiva limitada y, sin embargo, no serlo (o no en igual medida) cuando incorporamos todos los costes. Piénsese, por ejemplo, en una intervención que permite reducir los tiempos de ingreso tras una intervención quirúrgica. Desde la perspectiva del hospital, con independencia de cual sea la valoración de los resultados, la reducción de las estancias se reflejará en un ahorro de costes. Por el contrario, el traslado del paciente a su domicilio en periodo de convalecencia incrementará, sin duda, los costes de los cuidados informales o de los servicios públicos de atención domiciliaria, costes todos ellos que serían relevantes en el supuesto de asumir una perspectiva social.
En relación con la perspectiva del estudio, haremos mención finalmente de un coste que, aun no representando un coste de oportunidad, puede ser tenido en cuenta en los casos en que el análisis adopta una perspectiva restringida. Nos referimos a las transferencias, entendiendo por tales los flujos monetarios sin contrapartida que tienen lugar entre distintos agentes (en la mayor parte de los casos, pagos monetarios de agencias públicas a individuos, como las prestaciones por incapacidad temporal o invalidez permanente). Estos flujos monetarios no suponen un coste de oportunidad en el sentido en que hemos definido el término, sino una redistribución de los recursos. Los recursos totales disponibles para la sociedad se mantienen inalterados, aunque el disfrute de estos recursos cambie de manos. Por ejemplo, si un programa preventivo evita casos de ceguera, las prestaciones por incapacidad que, en su caso, se ahorra la seguridad social no suponen un menor coste desde el punto de vista social, pues lo único que ocurre es que los recursos de que hubieran dispuesto los potenciales beneficiarios (los perceptores de la prestación) se quedan en manos de los contribuyentes.
Sin embargo, en caso de que la perspectiva del análisis sea la del financiador público, la reducción en los pagos de transferencias puede (y debe) computarse como un menor coste asociado al programa.
Al margen de las transferencias, cuya inclusión sólo está justificada si la perspectiva del análisis se limita al financiador, existen ciertos costes que, en todo caso, no deben ser tenidos en cuenta en un ejercicio de evaluación económica. Por ejemplo, cuando los datos sobre efectividad y/o uso de recursos se han obtenido en el marco de un ensayo clínico, los costes propios del ensayo no son relevantes y han de ser, por tanto, excluidos del análisis. De igual modo, puesto que la evaluación económica consiste en la comparación entre dos o más alternativas, cuando existan costes comunes a las opciones evaluadas puede omitirse su medida y valoración, pues el interés se centra en el análisis de los costes (y resultados) diferenciales, no en los totales.
En definitiva, la fase consistente en identificar los costes debe concretarse en una enumeración de éstos lo más comprehensiva posible, con independencia de cual sea su previsible magnitud, y sea cual fuere el grado de dificultad que se prevea en las fases posteriores de medición y valoración monetaria. A tal fin puede resultar útil recurrir a los árboles de decisión. Para concluir este epígrafe y con fines ilustrativos, el recuadro que sigue ofrece una tipología de costes para el caso particular de la enfermedades musculoesqueléticas (artrosis, artritis, osteoporosis).
RECUADRO 2. Categorías de costes en enfermedades musculoesqueléticas (Mittendorf et al., 2003). A. COSTES SANITARIOS A.1. No ingresados (outpatient)
A.2. Ingresados (inpatient)
B. OTROS COSTES RELACIONADOS CON LA ENFERMEDAD
C. COSTES DE PRODUCTIVIDAD
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2.3. MEDIDA Y VALORACIÓN DE LOS COSTES
Cualquier intento de determinar el valor económico de un bien o de un conjunto de bienes, requiere contar con dos vectores de información: de un lado, el que representa las cantidades de bienes o recursos que se pretenden valorar; de otro, el vector de precios unitarios de tales bienes o recursos. El valor monetario de los bienes o recursos se obtendrá como producto de ambos vectores. El proceso de medida de los costes atañe a la obtención del primero de los vectores citados, esto es, consiste en establecer cuáles son las cantidades de los bienes o recursos consumidos; la asignación de precios unitarios permitirá en segunda instancia la valoración de dichos recursos.
2.3.1. Medida de los recursos consumidos
Comenzando, pues, con la etapa de medición del uso de recursos, el mayor o menor grado de desagregación con que ésta se acometa dependerá de la importancia relativa que se otorgue a los distintos recursos utilizados. Dos son, básicamente, las metodologías a las que cabe recurrir a la hora de medir el consumo de recursos: los métodos sintéticos y los métodos primarios, que se corresponden con un enfoque retrospectivo y un enfoque prospectivo, respectivamente. Los métodos primarios proporcionan una medida más exhaustiva, detallada y desagregada de los recursos empleados. La razón de ello estriba en que los datos sobre uso de recursos se obtienen de modo prospectivo, bien en el marco de ensayos clínicos, o bien en el curso del propio estudio de evaluación. Así, se pueden obtener datos completamente individualizados acerca de la utilización de los diferentes recursos y las posibles relaciones entre las características de los pacientes y los consumos individuales. Este enfoque no está exento de limitaciones. Por ejemplo, en el caso de que los consumos se obtengan a partir de datos de ensayos clínicos, se puede estar sobrevalorando su verdadera magnitud, toda vez que los ensayos incluyen, en ocasiones, consumos de recursos obligados por el protocolo (por ejemplo, un nivel de supervisión mayor que el que se utilizaría en la práctica).
Los métodos sintéticos, por su parte, recurren a fuentes de información de carácter secundario (bases de datos o registros administrativos, revisión de la literatura) y se utilizan con mucha frecuencia en los estudios coste-efectividad. Las razones de ello son diversas, aunque resulta evidente que este enfoque retrospectivo es más atractivo en términos de coste para el investigador que el método prospectivo. Por otra parte, no deja de ser cierto que, por aproximarse más a la práctica real, los métodos sintéticos basados en datos secundarios proporcionan estimaciones del uso de recursos y de los costes externamente válidas. En su demérito cabe señalar que, al no ser posible establecer relaciones entre consumos y características de los pacientes, las mediciones obtenidas no son más que estimaciones medias. Finalmente, es preciso advertir de que, en caso de optar por esta metodología se ha de ser cauto al trasladar datos de unos entornos geográficos o institucionales a otros, pues ello puede introducir importantes sesgos en la medición. Puede ser de utilidad el complementar la información así obtenida con la opinión de expertos que ayuden a corregir, en su caso, los datos antes de ser incorporados al estudio de evaluación.
En definitiva, la medición de los costes puede ser tan precisa como se estime oportuno (lo que también dependerá de la previsible incidencia que el recurso evaluado tendrá sobre el resultado final). Así, por ejemplo, en lo que se refiere a la atención hospitalaria la medida del consumo de recursos puede aproximarse (de menor a mayor precisión) por el número total de estancias, por el número de días en cada servicio hospitalario, por el número de estancias ajustadas por un índice de gravedad y complejidad (por ejemplo, GRD), o bien optar por medir los recursos específicos consumidos por cada paciente en el hospital (enfoque de micro-coste).
Antes de pasar a la asignación de valores monetarios a los recursos consumidos, se ha de hacer referencia a una categoría particular de costes, cuya inclusión es con frecuencia problemática por razones de índole teórica y metodológica. Nos referimos a los costes generales o costes estructurales (shared costs u overhead costs), entendiendo por tales los costes de los centros sanitarios que se derivan del uso de recursos que sirven a diferentes departamentos y programas: archivo, recepción, calefacción, lavandería, administración, etc. Lo primero que se ha de señalar es que, antes de abordar su medición y valoración, es preciso comprobar que este tipo de costes merece ser incluido, esto es, resulta necesario constatar que el consumo de este tipo de recursos se verá alterado como consecuencia de la implantación o supresión del programa que se pretende evaluar. Si, por ejemplo, la evaluación atañe a dos programas que compiten por un mismo espacio en un centro hospitalario, gran parte de estos costes estructurales serán comunes a ambas alternativas y pueden, en consecuencia, obviarse.
En el caso de que se considere oportuna su inclusión, el procedimiento básico de incorporación de estos costes pasa por asignar a los centros de coste final (servicios o departamentos) los costes generales según algún criterio de imputación que a priori se estime relacionado con la intensidad de uso de tales recursos. Algunos de estos criterios de imputación son el espacio (superficie en m2) ocupado por el servicio, el número de camas, el número de empleados, el coste del personal, el número de admisiones, o indicadores de uso estimado realizadas por los responsables de los centros de coste. El objetivo final es que, cuando se impute a un paciente ingresado en el hospital el coste generado por, digamos, las pruebas radiológicas que se le han realizado, dicho coste incorpore la parte proporcional de los costes generales atribuible al servicio de radiología. Existen diversos métodos de imputación de los costes generales, siendo el más frecuente el método «escalonado» (step-down), en virtud del cual los centros de coste se clasifican en generales (o indirectos), intermedios y finales (o directos), y los costes se van asignando en etapas sucesivas: en primer lugar, de costes generales a intermedios y, a continuación, de éstos a los centros de coste final. En el recuadro siguiente se ofrece un ejemplo práctico de asignación de costes generales según este método.
RECUADRO 3. Asignación de costes generales a centros de coste final (Conteh y Walker, 2004). Supongamos que en un hospital materno-infantil identificamos los siguientes centros de coste: tres centros de coste indirecto (administración, transporte y lavandería), dos centros de coste intermedio (farmacia y laboratorio) y cuatro centros de coste final (maternidad, consultas externas, pediatría y otros, que incluye servicios no atribuibles a ninguno de los tres anteriores). El objetivo último es obtener los costes unitarios de los servicios de maternidad, consultas externas y pediatría, para lo cual resulta necesario imputar a estos centros de coste los correspondientes costes indirectos e intermedios. A tal fin, en primer lugar, se determinan los costes totales de cada uno de los centros de coste, a partir de los registros contables del centro. Esta información se presenta en la primera columna (Coste) de la tabla 1. Seguidamente, se inicia el proceso de imputación escalonada atribuyendo los costes de administración, transporte y lavandería al resto de centros de coste, utilizando como criterios de imputación, respectivamente, el número de trabajadores, el uso de vehículos y los datos estimados de uso del servicio. Nótese cómo al distribuir los costes de transporte (y los de lavandería) éstos ya llevan incorporada la parte proporcional que le corresponde de los costes de administración (y de transporte, en el segundo caso). Tabla 1. Asignación de costes generales a centros intermedios y directos de coste
Una vez que todos los costes generados por los centros de coste indirecto se han asignado, el paso siguiente consiste en imputar a los centros de coste directo los costes de farmacia y laboratorio (que incorporan ya la parte proporcional de los costes generales) en función de los criterios de imputación oportunos. Esta operación se muestra en la tabla 2, que, en su última columna, registra las cifras de costes definitivas por departamentos de coste final. Los costes unitarios de cada departamento se obtendrían simplemente dividiendo tales cifras entre las «unidades producidas» (número de pacientes, estancias, unidades de actividad o servicio). Tabla 2. Asignación de costes de centros intermedios a centros directos
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2.3.2. Valoración monetaria de los costes
Como señalamos más arriba, la segunda de las patas sobre las que se sostiene el cálculo de los costes es la determinación de los precios unitarios de los recursos consumidos; lo que hemos denominado la fase de valoración monetaria. La elección de los precios ha de realizarse con la máxima precisión posible, especialmente en lo que atañe a los recursos que se supone tendrán una mayor repercusión en el resultado final de la evaluación. Esta tarea no resulta en la mayoría de los casos sencilla. En efecto, como se señaló al inicio de este epígrafe 2, el valor de los recursos empleados se debería establecer en referencia a su coste de oportunidad. Aun admitiendo que la mejor aproximación al coste de oportunidad de un recurso es su precio de mercado (supuesto discutible en el caso de precios regulados como los de los medicamentos, o ante mercados imperfectos), tropezamos con el obstáculo de que, en el ámbito que nos ocupa, gran parte de los recursos que hay que valorar no tienen precio, pues no existe mercado para ellos. En tales casos (y también cuando sospechemos que el precio de un recurso se aleja mucho de su coste de oportunidad) se ha de recurrir a un «precio sombra» o ajustado, esto es, el precio de referencia que se establecería para ese bien o servicio en condiciones de competencia perfecta, incluyendo la totalidad de los costes sociales y no sólo los privados. En otros términos, este precio sombra representaría el coste de oportunidad de producir o consumir ese recurso, aun cuando éste no sea objeto de intercambio o no tenga un precio de mercado.
Por otro lado, y de manera análoga a lo que antes se señaló respecto a la medida del consumo de recursos, se ha de tener en cuenta que los precios unitarios pueden diferir según el ámbito geográfico, el tipo de institución, o incluso el «tipo» de paciente. Esta prevención ha de ser tenida en cuenta cuando se recurre a datos procedentes de otros estudios para asignar precios unitarios. Además, los precios no se mantienen constantes en el tiempo pues, como es sabido, el fenómeno de la inflación da lugar a que el precio de los recursos tienda a incrementarse con el transcurrir del tiempo. Esta circunstancia se puede, no obstante, corregir fácilmente mediante la utilización de «costes reales» en lugar de costes nominales o corrientes, para lo cual es preciso «deflactar» los precios con un índice apropiado.
Con todo, las mayores dificultades por lo que a la valoración monetaria se refiere, y la mayor controversia dentro de la literatura, se concentran en los denominados costes indirectos o costes de productividad. De un lado, en lo que atañe a las pérdidas de productividad ocasionadas por la morbilidad o la mortalidad, existen como ha quedado dicho dos enfoques alternativos: el del capital humano y el de los costes de fricción. El primero de los enfoques propone que los costes de productividad se estimen por la reducción futura en la renta bruta a causa de la mortalidad y/o la morbilidad. Esto es, se valoran dichos costes mediante la pérdida potencial de producción debida a la reducción del tiempo de trabajo remunerado, utilizándose los salarios como medida de esta pérdida de producción experimentada por la sociedad. El segundo de los enfoques señala que lo auténticamente relevante para el cómputo de los costes de productividad no es la pérdida de producción potencial, sino el coste que tiene reemplazar la pérdida (temporal o indefinida) ocasionada por la ausencia del trabajador, con un nuevo trabajador que se encontraba previamente en desempleo y tiene una productividad similar al anterior. La elección de un enfoque u otro no es cuestión baladí, puesto que éstos dan lugar a estimaciones de costes muy diferentes. Así, por ejemplo, Koopmanschap et al., (1995) calcularon los costes de todas las enfermedades en los Países Bajos recurriendo a ambos métodos, con el siguiente resultado: mientras que el enfoque de los costes de fricción arrojaba un montante equivalente al 2,1 por 100 de la renta nacional, el enfoque tradicional del capital humano proporcionaba una estimación cercana al 18 por 100 de la renta agregada.
En lo concerniente al valor monetario del trabajo no remunerado (cuidadores informales), existen también dos formas de contabilizar tales costes. De un lado, la extensión natural del método del capital humano, consistente en imputar al cuidador un salario similar al que obtienen en el mercado de trabajo individuos semejantes a él en sexo, edad, situación laboral, etc. De otro lado, el enfoque del «coste de reemplazo», que pasa por asignar como coste del tiempo utilizado en los cuidados no remunerados el que se tendría que afrontar en caso de tener que contratar tales servicios en el mercado. Por último, para la valoración del tiempo consumido por individuos que no forman parte de la población activa, esto es, menores o jubilados, no existe ninguna metodología que goce de un mínimo consenso.
La dificultad de abordar la medida y valoración de los costes indirectos queda puesta de manifiesto en una reciente revisión de la literatura de los estudios de costeutilidad, en la que Stone et al., (2000), constataban que únicamente el 9,6 por 100 de los estudios incorporaba en el cálculo de los costes el valor del tiempo consumido por el paciente, sólo un 5,7 por 100 computaba el tiempo dedicado por la familia y otros cuidadores informales, y en apenas un 8 por 100 de los estudios se estimaron las pérdidas de producción. En España, Oliva et al., (2002) concluyen, tras una revisión sistemática de estudios de evaluación económica publicados a lo largo de la década de los noventa, que los costes indirectos sólo se mencionan en el 42 por 100 de los estudios, y únicamente son objeto de estimación monetaria en algo más del 10 por 100 de los trabajos.
2.4. COSTES MARGINALES VS. COSTES MEDIOS
Las técnicas de evaluación económica sirven, como se ha dicho, para informar la toma de decisiones sobre asignación de recursos. Ocurre que la mayor parte de estas decisiones se concretan en cambios marginales («un poco más de esto, un poco menos de aquello»), no en cambios absolutos («todo o nada»). Por ejemplo, la evaluación económica puede ayudar a decidir si resulta conveniente adelantar un año la edad a la cual el sistema público cubre la realización de la primera mamografía con carácter universal, o si procede adoptar una nueva técnica quirúrgica que reduce en dos días la estancia en el hospital posterior a la intervención, etc. En este contexto, los costes que resultan relevantes son los que ocasiona la última «unidad» de asistencia producida (el último día de estancia hospitalaria, por ejemplo), y no los costes de la totalidad del programa o la intervención. Es decir, son los costes marginales y no los costes medios (véase Recuadro 4) los que, al menos en teoría, deberían ser tenidos en cuenta en los ejercicios de evaluación económica.
RECUADRO 4. Costes totales, costes medios y costes marginales. El Coste Total (CT) de cualquier proceso de «producción» se puede expresar como una función (f) de la cantidad finalmente producida (q), siendo posible su descomposición aditiva en dos sumandos: el Coste Fijo (CF), que es independiente del nivel de producción, y el Coste Variable (CV), que sí depende del volumen de producto final: CT (q) = CF + CV (q) = f (q) Partiendo del coste total se pueden obtener dos nuevas magnitudes: en primer lugar, el Coste Medio
En segundo lugar, el Coste Marginal (CMg) que mide el aumento en el coste total que conlleva un incremento unitario en la cantidad producida: CMg (q) = CT (q) – CT (q – 1) En caso de que la función de coste total sea una función continua, el coste marginal se obtiene derivando dicha función:
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Un ejemplo paradigmático de la importancia que tiene considerar los costes marginales es el de la prueba de cribado de cáncer de colon descrito por Neuhauser y Lewicki (1975). El protocolo evaluado consistía en la realización de seis pruebas de sangre oculta en heces seguidas de enema opaco en caso de positivo. La sexta prueba permitía alcanzar una sensibilidad del 99,3 por 100 con un coste medio de 2.451 dólares por cada cáncer detectado. Sin embargo, el coste de la sexta prueba era de 13.190 dólares y la ganancia en casos detectados (su beneficio marginal) de tan sólo un 0,0003 por cada 10.000. En consecuencia, el cálculo del coste marginal de esta sexta prueba daba como resultado la desorbitada cifra de 47.000.000 de dólares por cada cáncer detectado.
En sentido contrario, cabe citar el cálculo del ahorro de costes asociado a una innovación terapéutica cuyo efecto más sobresaliente es la reducción en un día de hospitalización en pacientes quirúrgicos (Puig-Junoy et al., 2001). El coste hospitalario que acarrea cada paciente ingresado tiene dos componentes: el componente hotelero y el coste inherente al tratamiento. Mientras que el primer componente es prácticamente invariable cada día que el paciente se encuentra hospitalizado, el segundo es de esperar que se distribuya de manera no homogénea a lo largo del periodo de ingreso, presentando un pico en el momento de la intervención quirúrgica, seguido de una reducción paulatina en ausencia de complicaciones. De este modo, si valorásemos el ahorro en costes que supone la reducción de un día de estancia basándonos en el coste medio, estaríamos sobrevalorando dicho efecto, pues resulta obvio que el coste del último día de estancia (el coste marginal) es en este caso inferior al de los días anteriores.
El coste marginal es, pues, un tipo de coste variable (el aumento en el coste total al producir «una unidad» más) y, en el caso de que la función de costes se defina utilizando el número de pacientes como variable independiente (q), el coste marginal se correspondería con un indicador de uso muy frecuente, el «coste por paciente», con la matización ya expuesta de que el coste marginal informa sobre el coste por cada paciente adicional, no sobre el coste promedio de los pacientes atendidos, dato este que, aun siendo de interés, puede no ser válido a los efectos de la evaluación económica.
Por lo que respecta al cálculo de los costes marginales desde un punto de vista práctico, existen dos posibles enfoques, el directo y el indirecto. El primero de ellos consiste en recoger de forma sistemática la totalidad de costes relevantes, a partir de la información de los registros contables, y la subdivisión de los mismos en costes fijos y variables. A partir de estos datos, se formula una función de costes con la que calcular los costes marginales. El enfoque indirecto consiste en la estimación de la función de costes mediante análisis de regresión a partir de datos agregados, bien de sección cruzada (diferentes unidades de producción), o bien series temporales (referidos a una misma unidad a lo largo del tiempo).