5. Referencia especial a la llamada teoria principialista

La teoría principialista, esto es, basada en principios, está muy extendida entre los profesionales de la salud y la investigación biomédica, siendo objeto de aplicación para fundamentar cualquiera de los ámbitos conflictivos a que nos hemos referido anteriormente cuando hablamos de la bioética. Su origen, como es conocido, se encuentra en la creación por parte del Congreso de los Estados Unidos de una Comisión Nacional encargada de identificar los principios éticos básicos que deberían guiar la investigación con seres humanos en las ciencias del comportamiento y en biomedicina (1974). En 1978, como resultado final del trabajo de cuatro años, los miembros de la Comisión elaboraron el documento conocido con el nombre de Informe Belmont, que contenía tres principios: el de autonomía o respeto por las personas, por sus opiniones y elecciones; el de beneficencia, que se traduciría en la obligación de no hacer daño y de extremar los beneficios y minimizar los riesgos; y el de justicia o imparcialidad en la distribución de los riesgos y de los beneficios. Sin embargo, la expresión canónica de los principios 5 se encuentra en el libro escrito en 1979 por Beauchamp y Childress, el primero de los cuales había sido miembro de la Comisión. En ella se aceptaban los tres principios del Informe Belmont, que ahora denominaban autonomía, beneficencia y justicia, si bien añadieron un cuarto, el de no maleficencia, dándoles a todos ellos una formulación suficientemente amplia como para que puedan regir no sólo en la experimentación con seres humanos, sino también en la práctica clínica y asistencial. De acuerdo con la síntesis que efectúa Diego Gracia, los autores entienden que se trata de principios prima facie, esto es, que obligan siempre y cuando no entren en conflicto entre sí; en caso de conflicto, los principios se jerarquizan a la vista de la situación concreta; o, dicho de otra forma, no hay reglas previas que den prioridad a un principio sobre otro, y de ahí la necesidad de llegar a un consenso entre todos los implicados, lo que constituye el objeto fundamental de los «comités institucionales de ética».

En la obra citada sus autores acuden al concepto de moral o moralidad común, que ellos definen como la moral compartida en común por los miembros de una sociedad, es decir, por el sentido común no filosófico y por la tradición, con la pretensión de evitar los extremismos, tanto deductivistas (considerar que los principios morales son absolutos y deben aplicarse automáticamente en todas las situaciones), como inductivistas (pensar que no hay más ética que la del caso, de cada caso). Según Beauchamp y Childress la moralidad común es más compleja, actuando unas veces de modo inductivo y otras de forma deductiva. Esta teoría basada en principios comparte con el utilitarismo y el kantismo el énfasis que pone en los principios de obligación, y poco más. En primer lugar, el utilitarismo y el kantismo son teorías monístas: existe un solo principio supremo y absoluto que explica todas las pautas de acción del sistema. En cambio, como dicen en su libro los autores citados, las teorías de la moral común son pluralistas. El nivel general del argumento normativo está formado por dos o más principios no absolutos, haciendo énfasis, tal y como exponíamos anteriormente, en que la ética de la moral común basa gran parte de su contenido en las creencias habituales compartidas y no en la razón pura, el Derecho natural, el sentido moral especial o cuestiones similares.

Para exponer su teoría recurren a un caso tipo: el caso de un padre que no quiere donar a su hija el riñón que necesita para llevar a cabo el trasplante renal:

«Las teorías de la moral común, a diferencia del utilitarismo y del kantismo, dicen sus autores, carecen de un principio que justifique las obligaciones o resuelva los conflictos. Juzgar implica interpretar, además de sopesar y ponderar las normas morales para determinar si debemos respetar la decisión del padre de no donar o instigarle a hacerlo, cumplir con el secreto profesional o mentir y considerar o no la posibilidad de utilizar un riñón de los hermanos. Si el padre decide no donar su riñón, el principio de respeto a la autonomía y las reglas de intimidad y libertad obligan a no contravenir su voluntad. Estos principios y estas reglas no son absolutos, pero en las circunstancias descritas tienen peso suficiente como para censurar toda intervención que pretenda forzarle o convencerle para que intente salvar la vida de su hija. Aun así, el médico tiene el derecho, incluso la responsabilidad, de intentar convencer al padre, explicando y ponderando al menos los posibles beneficios que la hija puede obtener y los riesgos que él correrá. De acuerdo con las responsabilidades paternas, si las probabilidades de éxito son suficientemente altas y el riesgo pequeño, el padre puede tener la obligación de donar. En un determinado nivel de riesgos y beneficios, la decisión del padre de no donar no cumple con el ideal de amor paterno y resulta, por tanto, moralmente deficiente, aunque no existe ninguna base moral que pueda obligarle a la donación.

La predicción del padre de que la familia se desintegrará a no ser que el médico diga que no puede donar, porque no es compatible, es una consideración moralmente relevante. Pero las teorías de la moral común buscarían alguna alternativa a mentir u ocultar la verdad, como, por ejemplo, aconsejar. En este caso existe también un conflicto entre las reglas de la veracidad y del secreto profesional. Aunque de acuerdo con los principios prima facie mentir no es siempre incorrecto, requiere una justificación que esté basada en principios. Por ejemplo, mentir puede estar justificado si se pretende proteger a un adolescente vulnerable que no quiere donar su riñón a un hermano. Para entender la naturaleza y defensa de estos juicios, es necesario estudiar más a fondo el funcionamiento de los principios en las teorías de la moral común».

La teoría principialista ha sido objeto de críticas en relación con el canon de moralidad; por entender que es discutible el número y jerarquía de los principios prima facie y, en último extremo, por pedir mayores precisiones en el análisis del contexto (Diego Gracia). En cuanto al canon de moralidad, se afirma que, antes y por encima de las formulaciones deontológicas, una ética ha de tener un canon o sistema de referencia moral, llegándose siempre a la conclusión de que ese sistema de referencia debe ser el ser humano, el respeto de todos y cada uno de los seres humanos. Sin embargo, se critica que Beauchamp y Childress parecen aceptar sin discusión ninguna ese canon de moralidad, sin decir nada claro al respecto. Un segundo grupo de críticas se refiere al sistema de los cuatro principios, que se proponen, prima facie, del mismo nivel. Sin embargo, aquí surgen muchas preguntas, tales como si los cuatro principios son homogéneos, o si son todos ellos expresión de deberes morales o alguno de ellos tiene carácter distinto; si son todos del mismo nivel o si no puede establecerse algún tipo de jerarquía entre ellos. En fin, las críticas relativas al contexto, ya que en las ediciones anteriores del libro el espacio dedicado al análisis del contexto era casi nulo. Es decir, se decía mucho, o al menos bastante sobre los cuatro principios prima facie, pero poco sobre cómo evaluar los contextos concretos, lo que hizo que el procedimiento de los autores se confundiera con una aplicación mecánica y descontextualizada de los cuatro principios.

Otra crítica formulada contra el principialismo es que lleva inexorablemente a la conclusión, de que, según las propias palabras de Hume, «los principios en que los hombres se basan moralmente son siempre los mismos, aunque las conclusiones sean a menudo muy diferentes». No obstante, en opinión de los autores, cierta relatividad en el juicio es inevitable, aunque ellos entienden que se puede evitar dicha relatividad con los principios de la moral común, entendiendo que cuando distintas personas llegan a conclusiones diferentes sus juicios morales deben ser justificados con buenas razones. Esto es, no son simples juicios arbitrarios y subjetivos. Una persona, dicen, puede proponer un juicio basándose en lo que quiera (la selección por el azar, la reacción emocional, la intuición mística, etc.), pero proponer no es justificar y parte de la justificación consiste en probar la coherencia de los juicios y las normas con el resto de las normas de la vida moral.

También se ha criticado la obra de Beauchamp y Childress por entender que en ella no se contiene una formulación muy precisa de los principios en cuestión, sino que el acento se pone más bien en las diversas interpretaciones de cada principio y en los problemas que surgen al poner en relación cada uno de esos principios con los otros (Manuel Atienza). Así, para Beauchamp y Childress ser respetado como persona autónoma significa, en primer lugar, reconocer el derecho de las personas a tener su propio punto de vista, a elegir y a realizar acciones basadas en los valores y creencias personales. Pero implica también tratar a los agentes de manera tal que se les permita e incluso se les facilite actuar autónomamente. Sin embargo, ambos autores entienden que la autonomía no es el principio supremo, sino un principio moral en un sistema de principios. A su vez, siempre según los autores citados, el principio de no maleficencia implica que no se debe causar daño a otro y se diferencia así del principio de beneficencia que envuelve acciones de tipo positivo: prevenir o eliminar el daño y promocionar el bien, pero se trata más bien de un continuo, de manera que no hay una separación tajante entre uno y otro principio. Finalmente, el principio de justicia en sentido formal significa que una persona no puede ser tratada de manera distinta que otra, salvo que entre ambas se dé alguna diferencia relevante, pero advierte Manuel Atienza que existen diversas teorías de la justicia que interpretan de manera distinta los criterios materiales (sin los cuales aquel principio es vacío). Los autores de la obra principialista consideran que hay tres grandes tipos de teorías: las igualitaristas, que ponen el énfasis en el igual acceso a los bienes que toda persona racional desea; las liberales, que ponen el énfasis en los derechos a la libertad social y económica; y las utilitaristas que ponen el énfasis en una combinación de criterios de la que resulta una maximización de la utilidad pública, siendo objeto de crítica en la medida en que dichas teorías son incompatibles entre sí.

A juicio de Diego Gracia puede establecerse alguna jerarquización de los principios que no dependa de la ponderación de las circunstancias de cada caso. La idea de la que parte es que esos cuatro principios no tienen el mismo rango, precisamente porque su fundamentación es distinta:

«La no-maleficencia y la justicia se diferencian, dice, de la autonomía y la beneficencia en que obligan con independencia de la opinión y la voluntad de las personas implicadas, y… por tanto tienen un rango superior a los otros dos».

En definitiva, entiende que entre unos y otros hay la diferencia que va entre el bien común y el bien particular, configurando los primeros una ética de mínimos y los segundos una ética de máximos:

«A los mínimos morales se nos puede obligar desde fuera, en tanto que la ética de máximos depende siempre del propio sistema de valores, es decir, del propio ideal de perfección y felicidad que nos hayamos marcado. Una es la ética del "deber" y otra es la ética de la "felicidad". También cabe decir que el primer nivel (el configurado por los principios de no maleficencia y justicia) es el propio de lo "correcto" (o incorrecto), en tanto que el segundo (el de los principios de autonomía y beneficencia) es el propio de lo "bueno" (o malo). Por eso el primero se corresponde con el derecho, y el segundo es el específico de la moral».

Estas aportaciones han sido también objeto de críticas (Manuel Atienza). Por un lado, porque el fundamento de la jerarquización parece envolver una suerte de petición de principio: sólo si se acepta el criterio, entonces, obviamente, la autonomía ha de tener un rango subordinado, pero lo que no se ve es por qué ha de ser ése el criterio de la jerarquía; esto es, queda sin fundamentar por qué la opinión y la voluntad de los implicados ha de subordinarse a alguna otra cosa, a algún otro valor. Por otro lado, si se entiende que los principios del primer nivel son «expresión del principio general de que todos los hombres somos básicamente iguales y merecemos igual consideración y respeto», no se puede obtener la conclusión de que la opinión y la voluntad de un individuo ha de contar menos que la de otro, esto es, no se entiende por qué la autonomía no es también expresión de ese principio general. En fin, la tesis de que el Derecho viene a conferir una especie de mínimo ético puede (con algunas reservas) aceptarse, pero de ahí no se sigue la vinculación de lo jurídico con el primer nivel de la ética, en la medida en que esto podría resultar cierto en relación con el derecho del Estado liberal, o con ciertas ramas del Derecho, pero no parece serlo en relación con el Derecho del Estado social y democrático que proclama como valores consustanciales el bienestar y la autonomía de los individuos. Más aun entiende Manuel Atienza que, en un importante sentido, el Derecho empieza donde termina la Moral:

«Esto es, que sin una regulación detallada, legalista, unas instancias encargadas de aplicar las anteriores normas a los casos concretos (los jueces) y el respaldo de la fuerza física para asegurar el cumplimiento de esas decisiones (la coacción estatal) la moral (cualquier moral: incluida, naturalmente, la que defiende la anterior idea del mínimo ético) serviría de muy poco. El derecho es –o debe ser– una prolongación de la moral, un mecanismo para positivizar la ética».

 

5 Véase nota 4.

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